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encender velas

Tenía cuatro años, estaba acostada.  

A oscuras, la puerta abierta y escuchando las voces de los mayores.

Me llamó mi padre.

  • ¡Limba!

Él y sus amigos cenaban en el salón.

Fui el centro de las miradas.

Yo le miraba a él.

Me pidió que le llevase la correa.

  • La de la hebilla gorda – dijo.

Caminé hasta su cuarto pensando que no había hecho nada, entré y la busqué entre los cinturones colgados de una barra en la puerta del armario. Para cogerla, me tuve que poner de puntillas.

Se la llevé.

  • Ahora, date la vuelta y bájate los pantalones.

Me di la vuelta y me bajé los pantalones del pijama. Hubo una carcajada, me pareció que a una señora le di lástima o algo así, pero no intervino. Puede que esa señora fuera mi madre, no lo se. Mi padre me felicitó.

  • ¿Habéis visto lo bien educada que la tengo? – les dijo a sus amigos.

Entonces me mandó a la cama.

No entendí nada.

Caminé descalza por el pasillo con sensación de extrañeza. Él quería enseñarme que había hecho algo bien, pero yo sabía que no.

En mi mundo, le llamaba Papá.

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Mezclábamos el teatro, el videoarte, todo tipo de música, el baile, el malabarismo, la poesía, la literatura. Nuestras puestas en escena eran inverosímiles, más allá de la vanguardia, auténticas demoliciones de lógica, clichés y pensamiento estándar. A veces reclutábamos a nuestros artistas en la calle y pronto tuvimos un elenco de locos maravillosos dispuestos a todo a cambio de nada. Nos llamábamos Piel de Lobo.  Me recuerdo buscando unas zapatillas del número cuarenta y cuatro para nuestra bailarina estrella, Diva Reina, una transexual africana; recuerdo su felicidad yendo juntas de tienda en tienda y recuerdo su tristeza cuando  nos dijeron que desistiéramos, que no hacían zapatillas del 44. También recuerdo a Diva Reina tocarme entre las piernas una noche después de la función, en la barra del bar, y la recuerdo a ella sentir la frialdad impasible de mi sexo mientras le miraba a los ojos. Diva Reina retiró la mano y me ofreció un nevado de hierba. También la recuerdo cargando al hombro la cabeza disecada de un jabalí por las calles llovidas del centro de Madrid durante una de nuestras actuaciones, mientras las sirenas azules de la policía doblaban al fondo de la calle y ella gritaba:

  • ¡La bestia jabalí, la bestia jabalí! - y el resto de la cofradía la seguíamos lanzando proclamas que eran más bien exorcismos particulares.

Nuestros actos duraban cinco, seis horas, y lo que alargase la fiesta. No ensayábamos porque ensayar era de cobardes. Subíamos al escenario y hacíamos lo que sabíamos y lo que no sabíamos también lo hacíamos. Cobrábamos la entrada a cinco euros y los locales se quedaban con las consumiciones. Al acabar, repartíamos el dinero entre los artistas. En cierta ocasión, montamos el espectáculo para una sola persona, profesora de Literatura en la universidad de Leipzig. Lo llamamos “Obra en un Acto”. Ése el arte era que practicábamos. No nos interesó saber el efecto sobre nuestra querida profesora de la Universidad de Leipzig, pero meses más tarde actuó con nosotras. Era enternecedor ver a una mujer tan académica en medio de una jauría de ovejas caníbales, aunque me pregunto si de verdad era tan frágil o en su interior pacía un alma deseosa de ser secuestrada, atada y amada.

 Piel de Lobo fue mi vía de escape.

También estaba escribiendo la novela de un vagabundo y un amnésico. El amnésico era el espíritu de Occidente; el vagabundo, la cultura. Muy adecuado para un momento en el que Europa se hundía en la crisis económica del 2008. La titulé “Pepe Babel” y nadie quiso publicarla, aunque a mí me parecía muy divertida. La rebeldía intelectual bullía dentro de mí con más furia que nunca. Terminé de rematar mi posicionamiento la tarde que me invitaron a un debate sobre el arte efímero con otras escritoras y escritores entre los que estaba el ex amante de Bárbara. En vez de ir, envié a Pajarito, un hombre sin dientes que hacía de estatua en Sol, la estatua de bronce de un caballero del XVIII. Y allí estuvo, en la mesa redonda, detrás del cartel en el que ponía mi nombre, estático las dos horas de diálogo. Más tarde, supe que alguno de las invitadas se ofendió y que el resto de escritoras no entendieron mí propuesta, pero cuando acabó el coloquio, Pajarito se levantó y recibió una prolongada ovación.

  • ¡Fui el único a quien aplaudieron! – me dijo satisfecho cuando vino a recoger la cantidad que habíamos acordado- ¡Solo a mí! 

Mario observaba de reojo mis incursiones en la noche con el grupo de artistas. Piel de Lobo no actuaba precisamente en discotecas de lujo, si no en tugurios para desesperados sedientos de algún tipo de redención o escapatoria. Mario también miraba de reojo que hubiera empezado a encender dos velas cada viernes antes de llegar la noche y que empleara parte de nuestros ingresos en comprar colecciones de literatura rabínica. Sin embargo, no decía nada. Me veía hacer y no decía nada y yo, ilusa, le pedía que me acompañase a encender las velas y él permanecía junto a mí, un poco por detrás, callado. La memoria muestra con detalle los contrastes de lo que entonces sucedía, y esa es otra de las facultades de la memoria, contar lo que de verdad estaba pasando mientras nosotras imaginábamos otra cosa. Cada vela de shabbat que yo encendía hacía más alargada la sombra de Mario.

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